viernes, 13 de enero de 2012

Cómo se creaba antes cardenales (a propósito de las últimas reformas de los consistorios)

La recentísima noticia de una nueva modificación en las ceremonias relativas a la recepción de nuevos cardenales en el Sacro Colegio nos motiva a describir cómo se verificaba antiguamente la creación de los príncipes de la Iglesia y su recepción de la sagrada púrpura, lo cual tenía lugar en cuatro momentos distintos: el consistorio de creación y publicación, la entrega del billete que la anunciaba al interesado, la entrega del birrete y la entrega del rojo capelo. La mayor parte de este magnífico protocolo desgraciadamente ha sido suprimida y los actuales ritos no reflejan ya la grandeza de la dignidad cardenalicia. Sucesivas reformas, llevadas a cabo por Pablo VI, el beato Juan Pablo II y ahora Benedicto XVI han reducido al mínimo un ceremonial que, no siendo propiamente litúrgico, redundaba, sin embargo en la gloria de la Santa Sede romana y subrayaba la importancia de la institución del cardenalato, en tiempos verdadero senado de la Iglesia y elemento aristocrático moderador del poder papal. Nos hemos servido para ilustrar a nuestros lectores del libro del Padre Apeles El Papa ha muerto ¡Viva el Papa! sobre la muerte y elección de los Papas, juzgado por el cardenal Stickler como “el más importante texto publicado en los últimos años en la materia” (prefacio del libro, publicado por Plaza&Janés en 1997 y reeditado por Áltera en 2005).







La creación y publicación de nuevos cardenales

Si bien es cierto que los cardenales “hacen el Papa”, no lo es menos que es el Papa quien “hace los cardenales” o, mejor dicho, los crea. La precisión es importante. El Papa nombra un obispo, es decir, designa la persona que ha de regir una iglesia particular, pero dicha persona recibe directamente de Dios la plenitud del sacerdocio y, dentro de la comunión con Roma, ejerce su triple misión de enseñar, santificar y gobernar una porción de la Iglesia con un criterio propio, como cada uno de los sucesores de los Apóstoles.  El Papa puede destituir a un obispo en virtud de su poder supremo, pero no puede retirarle la consagración: le quita la jurisdicción pero no el orden. En cambio, un cardenal es una “criatura” del Papa, el cual, lo mismo que “lo sacó de la nada”, puede “aniquilarlo”, es decir, hacer que deje de ser cardenal. En la Historia esto ya ha sucedido, como en tiempos de León X, que despojó de la dignidad cardenalicia a algunos miembros del Sacro Colegio por estar implicados en un intento de asesinato contra él.

La creación de un cardenal es una decisión personal y trascendental que ha de tomar el Papa sopesando razones de distinta índole, aunque el bien de la Iglesia debe estar siempre ante sus ojos. Normalmente, el Romano Pontífice trataba el asunto reunido con el Sacro Colegio convocado en consistorio secreto. El Santo Padre proponía el nombre de un eclesiástico al que consideraba digno de ser creado cardenal y hacía la pregunta ritual: “Quid vobis videtur?” (¿Qué os parece?). Esto acabó siendo una pura formalidad, ya que el Papa no suele crear a nadie que no goce de cierto prestigio y sea conocido en los ambientes eclesiásticos, pero recordaba que en el pasado más de una creación provocó interminables y encendidas discusiones, como, por ejemplo, en la época de Julio II (el consistorio del 1º de diciembre de 1504 duró ¡once horas!). Los cardenales se quitaban el rojo solideo y, levantándose, hacían una inclinación silenciosa con la cual mostraban su aquiescencia. Una vez creado, el cardenal era inmediatamente publicado en el mismo consistorio, o sea se daba a conocer su nombre.

En ocasiones Su Santidad toma una decisión personalísima y crea un cardenal in pectore. ¿Qué significa esto? Que, por causas extraordinarias, se reserva “en la intimidad de su augusto pecho” el nombre de la persona que ha escogido. Determinadas circunstancias le aconsejan, a veces, diferir la publicación de un nuevo cardenal, en cuyo caso el Papa comunica al interesado su creación mediante un billete personal y secreto o confía su nombre a otros dos cardenales (cuyo testimonio se ha considerado siempre fehaciente). Ello permite en teoría que, aun sin haber sido publicado o haber recibido el birrete, el creado pueda disfrutar de todas las prerrogativas del cardenalato y ser admitido a cónclave, lo que no podría suceder si el Papa observare el más riguroso sigilo sin comunicar a nadie su decisión, como frecuentemente es el caso. En este supuesto, al morir el Pontífice moriría con él su cardenal, su criatura. Cuando, por el contrario, por fin se publica el nombre, el cardenal goza de la antigüedad y precedencia de la fecha de creación in pectore, correspondiéndole los retrasos de las rentas que le correspondieren como príncipe de la Iglesia.






La entrega del biglietto

Una vez creado y publicado un cardenal, se hacía la comunicación oficial al agraciado mediante la consigna del biglietto o notificación escrita. Antes ésta se verificaba en medio de una ceremonia muy protocolaria. Se celebraba en uno de esos hermosos palacios romanos que son sede de algún colegio pontificio o congregación de la Curia, cuyo salón se hallaba decorado para la ocasión con tapices y plantas. En medio de una concurrencia escogida, se hallaba presente como por casualidad el neocardenal, que, se suponía, ignoraba su creación, aunque había sido previamente advertido. Al finalizar el consistorio secreto de creación y publicación de cardenales, un prelado era encargado de llevar al interesado, de parte de la Secretaría de Estado, el biglietto en el que se le comunicaba oficialmente la nueva de que su nombre había sido incluido en el número de los nuevos miembros del Sacro Colegio por voluntad del Santo Padre de concierto con su senado. El destinatario, recibido el pliego, lo abría y lo daba a su secretario, el cual lo leía en voz alta. El biglietto estaba redactado en latín. Emocionado, el flamante príncipe de la Iglesia era felicitado por todos los presentes y pronunciaba unas palabras de agradecimiento. Pablo VI simplificó la entrega del biglietto haciéndola colectiva. Todos los creados, en adelante, habían de reunirse en la misma sala, adonde acude el cardenal secretario de Estado, quien lee en italiano la comunicación oficial. La felicitación corre a cargo del decano del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede.






La imposición del birrete

La imposición del birrete marcaba la entrada oficial en el Colegio cardenalicio. La ceremonia durante la cual este acto tenía lugar antes de las reformas de Pablo VI y el beato Juan Pablo II era realmente imponente. Previamente había una imposición privada en consistorio semipúblico. Ese día acudían los nuevos cardenales al Palacio Apostólico Vaticano. Cada uno era acompañado por un maestro de cámara, un gentilhombre de capa y espada y un ayuda de cámara. Todo el grupo, escoltado por la guardia Suiza, subía a los apartamentos papales y hacía antesala en la Capilla de la Condesa Matilde. Anunciados por el antiguo Vicerregente de las Ceremonias, los cardenales iban entrando uno a uno en el Aula Consistorial, donde se hallaba el Santo Padre sentado sobre su trono. Después de hacer las tres genuflexiones prescritas, se arrodillaban delante del trono y besaban el pie del Papa. Éste imponía a cada uno la muceta y el birrete escarlata, hecho lo cual, los cardenales se levantaban y, después de besarle la mano, retrocedían manteniéndose frente al trono. El primero de los creados dirigía entonces un discurso de agradecimiento al Pontífice, quien les impartía al final la bendición apostólica.





Un antiguo privilegio (ya abolido) permitía que la imposición del birrete la hicieran ciertos jefes de Estado católicos tanto en el caso de prelados oriundos de los respectivos países como de los nuncios apostólicos en ellos acreditados que hubieran sido creados cardenales.





La imposición del capelo

En los días sucesivos se verificaba la ceremonia cumbre de la imposición del capelo. Los recién creados prestaban el juramento de fidelidad en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico delante del cardenal decano del Sacro Colegio (el obispo de la sede suburbicaria de Ostia). Poco después, el Papa se revestía en el Aula de los Paramentos e iba en silla gestatoria hasta el Aula de las Bendiciones, detrás del balcón o loggia exterior de la fachada de San Pedro. Allí se sentaba sobre un trono, detrás del cual lucía un tapiz representando la Justicia, y daba comienzo al consistorio semipúblico. Los cardenales antiguos le tributaban obediencia. Un abogado consistorial empezaba entonces a perorar una causa cualquiera. En mitad del discurso, el Prefecto de las Ceremonias, interrumpiendo, exclamaba: “Recedant!” (¡Salgan!), momento en el que algunos de los cardenales presentes iban en busca de los nuevos. Éstos, tras besar el pie y la mano del Santo Padre y ser abrazados por él, eran invitados por el Prefecto de las Ceremonias a arrodillarse delante del trono. Uno a uno se acercaban, vestidos de escarlata y de armiño con la capa magna sostenida por un caudatario, y recibían de Su Santidad el rojo capelo con estas palabras:

“En alabanza de Dios Todopoderoso y para ornato de la Santa Sede Apostólica, recibe el rojo capelo, insignia propia de la dignidad cardenalicia, por el cual se significa que debes mostrate intrépido hasta la muerte y la efusión de sangre, por la exaltación de la Santa Fe, por la paz y tranquilidad del pueblo cristiano y por el feliz estado de la Santa Iglesia Romana”.





Cuando había impuesto todos los capelos, el Papa regresaba al Aula de los Paramentos, en tanto que los cardenales regresaban en procesión a la Capilla Paulina, donde postrados sobre cojines y con la cabeza cubierta con la capa, cantaban el Te Deum. Al teminar éste, el cardenal decano recitaba las oraciones “super creatos cardinales” y se daba inicio al consistorio secreto en el Aula Consistorial. Los nuevos cardenales iban arrodillándose ante el trono del Papa, el cual abría y cerraba sus bocas –como símbolo de la obligación de aconsejar al Papa y del secreto al que estaban obligados–, les asignaba un título cardenalicio y entregaba a cada uno un anillo de zafiro rojo. Terminada la ceremonia, iban aquéllos a hacer una visita de etiqueta al cardenal decano.

Aunque todo lo relativo a la creación de cardenales no tenía propiamente carácter litúrgico, algunas veces los Papas quisieron dar realce a la entrega del capelo en una ceremonia en el altar del ábside de la Basílica de San Pedro, durante la cual el Papa ceñía la mitra y se revestía del manto.





Gratificaciones y propinas

La Sagrada Congregación del Ceremonial tenía impreso un folleto que entregaba al nuevo cardenal con la relación de gastos que debía realizar, en concepto de emolumentos y dádivas, a congregaciones romanas, a la Secretaría de Estado y a otros dignatarios de la Santa Sede y corte pontificia. Y todo para festejar su entrada en el Sacro Colegio, el más exclusivo círculo del mundo. En tres momentos debía consignar diversas sumas de dinero: en el de su elevación al cardenalato, en el de la imposición del capelo y en el de la toma de posesión del título o diaconía. Pero antes que nada, la Curia Romana, siempre previsora, ya había obtenido de Su Eminencia una fuerte suma como adelanto para sus gastos de entierro.

Al ser elevado a la sagrada púrpura, el cardenal debía pagar a la Congregación de Propaganda Fide el anillo cardenalicio que ella, por un antiguo privilegio, le proporcionaba en exclusiva. Monseñor sacrista, el preste, el diácono y subdiácono de la Capilla Pontificia, el secretario del Sacro Colegio, los Ceremonieros, el maestro de los Cursores Apostólicos, el contable del Sacro Colegio, los barrenderos secretos de Su Santidad, los palafreneros, los sediarios y el custodio de los Libros de la Capilla Pontificia recibían la primera lluvia de oro que caía de las manos del recién creado (como sobre Dánae la de Júpiter metamorfoseado).




  
Los beneficiarios de la segunda serie de gratificaciones eran ahora: los camareros secretos, los ayudas de cámara, el portador del capelo, los sacristanes, el cochero de la Familia Pontificia, otra vez los barrenderos secretos de Su Santidad, la Guardia Suiza, los cornetas y tambores de la Guardia Palatina, los bomberos y otros funcionarios menores. En fin, el día en el que iba a tomar posesión de la iglesia de su título cardenalicio o diaconía, debía recompensar a aquellos a quienes la misma estuviera encomendada y a todas las congregaciones romanas de las que había de formar parte.

Los cardenales sin mayores medios económicos hacían frente a estas “bagatelas” gracias a un adelanto que les hacía el Santo Padre. En cuanto a los pertenecientes al clero regular, pagaba la orden o congregación. Hoy han desaparecido las tasaciones minuciosas  que acabamos de reseñar, pero la costumbre persiste, aunque su ámbito es mucho más reducido y la suma a erogar resulta más bien simbólica.


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